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El pueblo de Alto Calílegua, donde la urna llegó en mula tras una travesía de 8 horas

(Foto: Pepe Mateos).

Luego de una travesía en mula de 8 horas a través de selvas, bosques y pastizales de neblina, la única urna llegó laboriosamente a la escuela 130 Alto Calilegua, un recóndito pueblo jujeño de paisajes fantásticos que cambian como una alucinación ubicado a 3.000 metros de altura, donde el padrón registra apenas a 25 ciudadanos, con dos agregados.

Las hermanas Pamela y Ximena Fernández (24), nacidas en este pueblo, recibieron a las 8:20 el voto de Claudia Flores, otra joven como ellas que corporizan el gran problema de Alto Calilegua: la emigración, el desarraigo por la falta de trabajo y, ahora, una escuela cerrada.

“Nací en este pueblo, estudié en esta escuela, y me da pena lo que está pasando. No tenemos apoyo y la escuela está cerrada, mandaron a los alumnos a otro lado“, declaró la primera votante.

Antes de emitir su voto, pasó por el control de salud de Desiderio Arias (47), enfermero que llegó en la noche del sábado desde Valle Grande luego de subir 8 horas abriéndose camino a los machetazos, por un camino sin cuidados.

En el pueblo están en pie unas 60 casas de adobe y piso de tierra, algunas con paneles solares, todas con cocina a leña, ninguna con heladera ni televisión. De todas esas casas, solo una está habitada todo el año.

(Foto: Pepe Mateos).

La urna, a cargo de Hugo Orlando Palma, de la sede Libertador General San Martín del Correo Argentino, subió con la custodia del sargento baqueano David Zerpa, y del soldado Gutiérrez, y fue recibida por la portera de la escuela, Irma Flores, única funcionaria de una escuela que no tiene estudiantes.

Estos militares, antes de partir desde San Francisco, formaron ante el jefe antes de montar a los animales recién ensillados y recibieron una arenga.

“Las armas, descargadas. Si veo un puma, no disparo. También custodiamos el ambiente”, lanzaba Juan Alberto Caballero, jefe de sección Baqueanos del Regimiento de Infantería de Montaña 20 de San Salvador. Luego le diría a Télam: “Ahora tenemos otras misiones además de custodiar las urnas”.

Infografía de Télam.

La formación salió a las 9.30 del sábado desde la casa de Lalo Cruz, uno de los primeros en advertir el tesoro turístico de la zona, al ver que forasteros quedaban con la boca abierta ante algunos de los cambiantes paisajes y terrenos de la yunga.

Atractivos turísticos sobran. En un trayecto corto en kilómetros, unos 25, pero largo y extenuante en tiempo -8 horas de ascenso en mula y caminata-, el paisaje cambia como si se tratara de estaciones.

En Parques Nacionales los llaman pisos o franjas de vegetación. Arranca en San Francisco con la selva montana donde se distinguen los inmensos robles o tipas, una suerte de sinfonía escrita en pentagramas de distintas dimensiones que puede tomar uno u otro matiz de acuerdo a la luz que dejan pasar las nubes, o la fuerza del viento.

A los 40 minutos de la travesía, en la Cruz Mayor, sobre los 1500 metros, se comienza a atravesar el bosque montano, húmedo y fresco. Es la parte Disney de la travesía: hongos diminutos, pequeñas mariposas de alas negras con pintas blancas, árboles como el molulo, de flor blanca, y la barba del monte, unos pelos verdes que cubren y cuelgan de los árboles. Es una zona también de cierta oscuridad.

(Foto: Pepe Mateos).

En la segunda parada de la comitiva que lleva la urna, Pino Hachado, ya a 1.700 metros, el guía Santiago -uno de los hijos del legendario baqueando de la zona, Lalo Cruz-, las piernas cubiertas con un guardacalzón como los que usaban los gauchos de Güemes, arma un hueco en la tierra para hacer una ofrenda a la Pachamama.

Lo explica: “Esto se hace el 1 de agosto, pero la gente del norte acostumbramos a hacerlo seguido, en otros momentos. Es dar gracias y pedir permiso. Encomendarse”.

Y entonces cada uno de los miembros de la comitiva, a su manera, se van turnando en la ceremonia. Algunos dicen unas palabras, otros se arrodillan, otros tocan la tierra y el tronco de un árbol. Hojas de coca, un poco de vino y unos puchitos prendidos y plantados desde el filtro como velas son la expresión material de un momento espiritual.

Tal vez un poco tocados por esa ceremonia, tal vez por el trabajo de hacer caminar a las mulas, o el sol que pega, el viaje se hace más callado.

(Foto: Pepe Mateos).

En la parada El Pinito, a 2000 metros de altura, a dos horas y media de San Francisco y 4 de Alto Calilegua, se come los restos de un asado criollo, se acomodan las caderas y las piernas, y ya se entra a lo que algunos llaman nuboselva.

Son las nubes las que entran a uno, en realidad, si se abre bien la boca. Entran, salen, pasan de costado, desaparecen. Envuelven a las pircas que aparecen en el camino, corrales de piedra. No dejan ver nada a más de 50 metros y los compañeros de viaje son ahora figuras fantasmagóricas.

A poco de pasar una encrucijada, el único cartel del camino que indica dos opciones: Tres Morros o Alto Calilegua, las neblinas, portales a otra dimensión, de pronto se esfuman y los cascos de las mulas resuenan contra unas piedras.

(Foto: Pepe Mateos).

En este viaje el piso también sufre transformaciones y ahora aparece un losal, un piso de piedras losas, y el pastizal de altura, tal su descripción técnica, exhibe su majestuosa belleza.

Es una pradera de gramíneas y herbáceas donde los pobladores llevan a pastar a las vacas y caballos que observan el paso de la famosa urna con indiferencia.

Así llega la urna al Alto Calilegua, el pueblo con una iglesia que nunca tuvo cura fijo, y ahora tiene la torre, que se cayó dos veces, un poco torcida, otra vez.

Que la escuela esté abierta este año es una excepción. “A mí me trasladaron a la escuela 35 de San Francisco. Al profesor de física, a Valle Colorado. En 2020 tenía cuatro alumnos, entre ellos mi hijo Bruno, que ahora está saliendo de 7mo. Esta es la triste realidad. En invierno la única familia que va a encontrar es la de Don Tito y Doña Bety”, dice Irma Flores (35), la portera, hablando de sus padres.

(Foto: Pepe Mateos).

Las hermanas presidenta y vice de mesa, Pamela y Ximena, acuerdan con esa mirada. De hecho, ellas se criaron en Alto Calilegua, están empadronadas, pero no fueron a la escuela 130. Su madre emigró a Libertador General San Martín en busca de trabajo.

“Chicos hay, solo en mi familia hay 4 que vendrían a esta escuela. Y mi mamá ahora viviría acá si pudieran ir a esta escuela”, asegura Ximena. “Además, es una escuela albergue”.

Pero no es que el pueblo sea fantasma. En verano, hasta abril, vuelve mucha gente a sus casas. En las fiestas religiosas, también. “Y cuando se hacen campeonatos de fútbol, de hombres, mujeres, o los Evita, alrededor de la cancha”, se entusiasma Claudia Flores.

Mientras se habla de esto, uno de los principales tópicos de los calileguenses, se van sumando votantes. Como en todo pueblo chicos, los tienen a todos medio estudiados. En las PASO votaron 8 de los 25 empadronados, sin contar a los dos gendarmes agregados. Nadie apostaba mucho a que se supere esa cifra.

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